Cuando empecé a conocer a Lucía, seguramente no sabía ni mi nombre.
La vi reflejada en su hijo.
Llegó muy puntual, reservó la mesa, esperó de pie mi llegada, acercó mi silla, y después de cenar colocó sus cubiertos a las tres y cuarto. Pura elegancia.
Me contó montones de historias, recuerdos y lecciones de vida; acompañadas de tecnicismos y explicaciones procedentes de fuentes cercanas.
Más tarde la vi reflejada en su hija.
Abrió un hueco en su mesa, y sonrió siempre.
Se podía decir que no la conocía, pero sabía que sus ojos tendrían el mismo brillo que los de sus hijos, tendría las pecas de Carlos, y tal vez se reiría de los mismos chistes.
Supuse que sería paciente, la vida le habría enseñado a serlo. Porque aunque hubiera días teñidos de gris sabía muy bien cómo cuidar de sus cachorros, alegrándoles con pinceladas de color.
Una primavera escuché su voz, se presentó en forma de llamada indirecta. Un golpe de fortaleza y amor resonó en mi cabeza con un «Yo estoy muy bien cariño». Esta historia se repitió un día tras otro, ya fueran días grises o multicolor.
Un invierno apareció por sorpresa. Le acompañaban su elegancia, fortaleza, amor, y cómo no, su sonrisa. No puedo negar que yo estaba nerviosa, había oído hablar tanto de ella que esperaba no defraudar. Poco tardaron en irse los miedos, me hizo sentir como en casa.
Gracias Lucía, a mi también me has enseñado a amar.